Me dirijo a ustedes como uno de los ciudadanos que al igual que el 41,8% de los votantes optó por la abstención en las pasadas elecciones municipales. Nací en el 74 en lo que llamamos democracia, y aunque pertenezco a esa generación “cuya única aspiración es salir en Gran hermano o ponerse hasta arriba el sábado por la noche”, como nos define el insigne Arturo Pérez Reverte no me considero un joven con garganta y sin nada que gritar. El derecho al voto es la base de lo que llamamos democracia.
Mi padre me contó lo que en este país se había luchado por conseguirla, por conseguir poder elegir a nuestros representantes, me contó lo de correr delante de los grises y lo que te jugabas cuando en público expresabas una idea que significase esperanza de cambio, y que gracias a los que no se rindieron hoy podemos sentirnos en libertad.
Cuando cumplí los 18 le acompañé ilusionado a mis primeras elecciones, de alguna forma lo recuerdo como un hecho que me une a él. También voté unos años más tarde en unas autonómicas y posteriormente en unas generales, tal vez pensando en aquellas historias de estudiantes manifestándose y dictadores en blanco y negro.
Hoy no creo en la política.
No creo en los políticos que no son capaces de hablar de procesos de paz sin vencedores ni vencidos. No creo en los que sólo hablan de nación de naciones, traiciones y patriotismo. No creo a los que se echan en cara el último escándalo de alcaldes ricos y reos por culpa del ladrillo. No creo en una clase política que no se atreve a tratar directamente problemas como la inmigración, el racismo, la violencia doméstica o el aumento de los precios. Y lamentablemente no creo que mi voto sirva de algo, porque, en mi opinión, da igual quien gane las elecciones, todo seguirá como hasta ahora. En este pueblo, en nuestro país, los auténticos dirigentes no serán los políticos, los líderes de opinión no serán los intelectuales que aparecen en los medios, sino las empresas para las que trabajan, y para eso no hay elecciones.
Soy de los que piensan que la ilusión de libertad, incluso la idea de poder elegir nuestro futuro no es más que un espejismo. Que en el fondo participamos en la farsa de votar a una minoría que consideramos más preparada, más responsable, para que administren el poder y las libertades a las que en parte renunciamos, olvidándonos de la idea de dirigir nuestros destinos y convirtiéndonos en subordinados que centran su atención en hacer funcionar la gran máquina del consumo que en el fondo es lo único que interesa a los auténticos administradores del poder.
Poco podemos hacer frente a esta realidad, pero al menos un servidor pretende ser consciente de ello, observando, analizando y aprendiendo, y tal vez alguien al leer estas líneas piense por un instante que es posible que esto esté pasando y se pregunte cosas.
Mientras, seguiremos teniendo marbellas y estatutos, programas de corazón y partidos de fútbol con estrellas de cine, seguiremos trabajando para pagar los euribor y deseando el último modelo de móvil que no necesitamos…
Pan y circo lo llamaban los romanos.
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