A veces, cuando me siento frente al ordenador, durante un instante, añoro el tacto del lápiz de madera entre mis dedos. Me gusta oír el sonido de la mina de grafito al deslizarse sobre el papel, dejando impresas las palabras o bocetos que surgen de algún lugar escondido quien sabe dónde. A veces recuerdo a aquellas personas que a lo largo de mi vida me han enseñado a percibir e interpretar el mundo en que vivimos.
Hoy al teclear mi ordenador viene a mi memoria una de esas personas que deja un imborrable recuerdo en nuestras vidas, una de esas personas que, de alguna manera, ha intervenido en formar parte de lo que ahora somos. Hace unos años, quizás durante los mejores años de mi vida, en el instituto, me crucé con una de esas personas a las que con orgullo se llama maestro.
Recuerdo que siempre nos entregaba sus apuntes escritos a mano, y que en muchas ocasiones nos animaba a escribir a lápiz dejando a un lado las máquinas y ordenadores. Decía que los lápices dejaban en el papel una huella imborrable incluso después de pasar la goma. También nos animaba a leer, a leer todo lo que estuviese a nuestro alcance, ésa era, decía, la única forma de formarse una opinión propia.
Supongo que para el fui un alumno más entre todos los que recibíamos las clases de Historia y Geografía, y para mí, entonces, era uno más de los profesores, además de una de las asignaturas menos agradables para un chico de ciencias como yo, sobre todo, cuando nos hacia memorizar los ríos de España o cuando nos citaba por la tarde, en el instituto, para hacernos exámenes orales uno a uno.
Incluso alguna vez discutimos acerca de la conveniencia de memorizar fechas, nombres y lugares, que como casi toda mi generación ya hemos olvidado. Él, bastante poco paciente zanjaba la conversación llamándome por mi apellido y recordándome que en ese momento mi posición era la de alumno y que lo que me correspondía era estudiar.
Un año después, cuando ya no asistía a sus clases me recordó esa conversación, y me dijo que admiraba a las personas que decían lo que pensaban, y que nadie es recordado por lo que piensa en silencio.
Por entonces, la chica más linda del instituto estaba en su clase de historia de tercero y yo aprovechaba cualquier excusa para asistir a sus clases e incluso compartir alguna excursión con su grupo. Paradójicamente fue ese año, sin la presión de ser alumno suyo cuando empecé a aprender cosas de él: le escuché hablar de Torrijos, me invitó por primera vez a la Peña Flamenca, me habló del Piyayo y de García Lorca. Nunca olvidaré cuando me presentó al afilador del pasaje de Chinitas o cuando fatigado por el ascenso narraba las aventuras de Omar Ben Hafsun en una excursión a las ruinas de Bobastro.
De alguna forma, él fue una de esas personas que dejan huella en nuestra vida: día a día intento ser honesto con mis ideas y pese a todo, decir lo que pienso aunque no siempre sea lo más oportuno. Esa niña, a la que perseguía en sus clases, está en casa esperándome todos los días, educando a nuestros hijos, que están creciendo entre cientos de libros, que con el tiempo hemos ido atesorando. Espero que algún día se cruce en sus vidas alguien como nuestro profesor y les motive a tener ideas propias, y a ser un poco más conscientes del mundo que les rodea a través del conocimiento.
A Don Miguel Alarcón. In memórian.
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